miércoles, 12 de febrero de 2014

Continuidad de los parques

Alejandra Karageorgiu (sin título).
Pastel y lápiz sobre papel de color.
5.ª Muestra Nacional del Foro de Ilustradores. Argentina.
De vez en cuando, se puede dar con un escritor con el que uno aprende que la literatura puede ser distinta. Con Cortázar, uno puede ir más allá todavía y descubrir que la que puede ser distinta es la vida misma.

Hoy se cumplen 30 años de la muerte del escritor y, para conmemorar la fecha traslapada parcialmente por el centenario del nacimiento, he querido traer aquí uno de sus cuentos —supongo que mi preferido—: Continuidad de los parques.

En cierta ocasión, ya expliqué que hace ya demasiados años, siendo yo alumno de secundaria en manos de Salva, mi PROFESOR de literatura —así, con mayúsculas, pues a él debo el cosquilleo por la página impresa—, recibí, del entusiasmo de su lectura en voz alta, este relato de Cortázar. Tanto tiempo después, siendo yo ahora profesor de literatura —así, con minusculillas, para poder afrontar una posible comparación— lo he leído a mi vez en más de una ocasión, también en voz alta y dirigido a mis alumnos de secundaria. Gusto decir que es una narración que engancha. Y captar la atención del alumno no es tarea fácil en estos tiempos que corren, cuando menos si solo se va armado de lectura.

Acaso sea por todo ello que, sin ser plenamente consciente, el cuento se haya ido convirtiendo en mi favorito.
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

2 comentarios:

  1. Hace treinta años que yo era profesor de literatura en Berga. Con motivo de la muerte de Cortázar organizamos un happening en el centro del pueblo mis alumnos de COU y yo. Era un homenaje a Julio Cortázar. Estuve a punto de que me detuviera la policía, pero mis alumnos de literatura de aquel entonces no olvidarán nunca aquella acción poética que reproducía uno de los cuentos del argentino. Sin embargo, recordar a Cortázar hoy no es motivo de satisfacción para mí. Su mundo literario está muy alejado del mundo actual. En ese debate entre cronopios y famas no hay duda de que han ganado, como era de suponer, los famas. Todos nos hemos convertido en famas para sobrevivir. La realidad se ha hecho tozuda y se ha impuesto la antiimaginación en línea diametralmente opuesta a su repudio del pragmatismo. Hoy somos pragmáticos y decimos "Es lo que hay". Todos, aunque queramos fingir lo contrario, somos profundamente anticortazarianos. Yo el primero. Por eso me duele recordar a Cortázar, cuyo mundo ha envejecido en buena parte entre otras cosas porque la realidad es otra de la que él imaginó que sería.

    Saludos.

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    1. Joselu, vienes, para desgracia nuestra, cargadísimo de razón. Permíteme, sin embargo, añadir un matiz a tu acertada conclusión: yo también creo que, «aunque queramos fingir lo contrario, somos profundamente anticortazarianos»; pero lo somos a nuestro pesar, de ahí que queramos fingir lo contrario.

      Por cierto, ¿recuerdas al «cronopio pequeñito [que] buscaba la llave de la puerta de la calle en la mesa de luz, la mesa de luz en el dormitorio, el dormitorio en la casa, la casa en la calle [y luego] se detenía, pues para salir a la calle precisaba la llave de la puerta»? Cambió de pesadilla al ser desahuciado.

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