lunes, 5 de julio de 2010

EL SOL SE LLAMA LORENZO

Estos que a siniestra mano veis son Catalina y Lorenzo, es decir, la luna y el sol.

En un reciente viaje a los madriles del bochorno estival, mi amiga Alicia —Silvia, su madre, mediante— me preguntó por qué al sol lo llamamos Lorenzo. A poco, mi estimada Montse me ha formulado idéntica cuestión. Y, como quiera que ni a una ni a otra pude dar respuesta, y como quiera que, pese a mi inclinación vinatera, nunca me ha gustado que a la vuelta lo vendan tinto, me he puesto a redactar esta entrada, que —ya lo anticipo— poco o nada ha de concluir.

Al parecer, en ciertas partes de hispanoamérica, según he oído contar a una colombiana, al sol  lo llaman el mono. A esto sí que puede darse explicación, pues bien pudiese ser debido a que las culturas azteca y maya utilizaban este animal como símbolo solar, tal y como se muestra en la pictografía que ha llegado hasta nuestros días. Que, en Puerto Rico, por su parte, el astro rey sea llamado el rubio posee tan evidente explicación, que huelga referirla.

Con todo, la incógnita es nuestro peninsular Lorenzo y mucho me da que, para ese poco o nada que habré de concluir, andareme, como el maestro Cervantes, tirando de conjeturas verisímiles. Ustedes sepan perdonármelo y venga ya la primera de ellas.

En la ciberpágina de la Asociación Canaria para la Enseñanza de las Ciencias, ACEC "Viera y Clavijo", se lee:
En el solsticio estival, en torno a la fiesta de San Juan, la duración del día es máxima y deberá coincidir esta fecha con el momento de más calor. Sin embargo ocurre que, al recibir la radiación solar, el suelo se calienta en tal medida que no consigue desprender la suficiente energía calorífera en las cortas noches estivales. De esta manera, el calor proveniente del Sol se suma con el que desprende por convección la corteza terrestre, incrementando el bochorno de verano, hasta que la duración del día disminuya lo suficiente y neutraliza así la conjunción de ambos fenómenos. Esto ocurre en nuestras latitudes en torno al 10 de Agosto [perdón por la intromisión, pero está de recibo que los nombres de los meses no se escriben con mayúscula], cuando el santoral celebra la fiesta de San Lorenzo; y de ahí el dicho tan conocido de que “El día de San Lorenzo es el de más calor del año.
La tintura científica de que se cubre esta explicación le confiere una indudable verosimilitud, que no necesariamente veracidad. Cierto es que, en paremiología, los santos son quienes cortan gran parte del bacalao, las más de las veces meteorológico. Ahí está san Isidro, sin ir más lejos, quien, labrador, quita el agua y pone el sol; o san Antón, quien nos da media hora más de sol. Todo lo condicionan y someten a su isobárico arbitrio: Si hace viento por san Matías, hace viento cuarenta días; si hiela en santa Lucía, en primavera habrá buenos días, pero si lo hace por santa Quiteria, mal año espera... Asimismo, en el resto de la fraseología es también frecuente su presencia, verbigracia, san Telmo y su fuego —tratándose de fuego, mejor no volver a mentar de nuevo a san Antón—, o el propio san Lorenzo, quien, más allá de bautizar o no al sol, a lo que sí da nombre es a las Perseidas, la famosa lluvia de meteoros que, según la tradición no son sino las lágrimas del santo, pues acontecen en torno al 10 de agosto. Este último dato es, a mi propósito, relevante. De la casualidad de que las Perseidas y la canícula coincidan en torno a una misma fecha, podríamos colegir erróneamente una necesaria causalidad: si a un meteoro se lo bautiza con el nombre correspondiente del santoral, ¿por qué no también al otro? Sin embargo, no acaba de convencerme el hecho de que, en el proceso bautismal, al santo le caiga el ídem. Ni siquiera al bueno de Telmo le sucede; su fuego sólo admite dos únicas variantes: de San Telmo o de Santelmo.

Ya puestos a aventurar hipótesis, quizá se añada —o se superponga— a lo arriba referido el hecho de que, siendo cierto que el período canicular suele sobrevenir por esa fecha y atendiendo a que el martirologio nos refiere que san Lorenzo fue abrasado en una parrilla, la asociación fácil está servida. De hecho, los contextos en que más se alude al sol como lorenzo suelen tener una marcada intención ponderativa: ¡cómo pica —o pega o quema o torra...— hoy el lorenzo!, solemos decir.

Sea como fuere, lo cierto es que existe una canción popular española —asturiana, por más señas— que o bien está en el origen del apelativo o bien se nutre de él. La canción, de la cual existe una armonización estupenda para piano y voz, de Toldrà, dice así:
El sol se llama Lorenzo
y la luna Catalina.
Catalina anda de noche
y Lorenzo anda de día.
Al son que la repetía,
al son que la repitió,
"al tibirín, tibirón".

Enamorose Lorenzo
de la blanca Catalina
y le pidió una mañana
si con él se casaría.
Al son que la repetía [...]

Fue muy sonada la boda
de Lorenzo y Catalina:
¡qué hermosa estaba la novia
con su manto de estrellitas!
Al son que la repetía [...]
Pienso ahora, y acaso venga que ni al pelo, que, en la asturiana Gijón, uno de los parajes más hermosos es el que componen el cerro de Santa Catalina y la playa de San Lorenzo. No obstante, de forma contraria a lo que cabría suponer según la letra de la canción, si hemos de dar formas a esta geografía, el cerro es más sol y la playa, totalmente luna.

Y hasta aquí llego. Después de todo, se me ocurre que el bautizo del lorenzo acaso no sea más que eso, un simple bautizo. Eso sí, con nombre rústico, como corresponde a la llaneza popular. Mi apego quijotil me trae en este momento a la memoria al manchego Lorenzo Corchuelo, padre de Aldonza Lorenzo (Dulcinea del Toboso).

Si alguno de ustedes está en disposición de arrojar nuevas luces, de aportar nuevas y verisímiles conjeturas, Alicia, Montse y un servidor se lo agradecen.