martes, 23 de abril de 2013

Día de libro y rosas

Que hoy celebremos el día del libro y el día de la rosa tiene, como todo en esta vida, una explicación. O, para ser más exactos, dos.

La primera atañe a la rosa y nos habla de un legendario sant Jordi, una legendaria princesa y un no menos legendario pero malogrado dragón, de cuya sangre derramada al morir brotó un rosal. La princesa y el caballero no vivieron felices ni comieron perdices, de hecho ni siquiera estaban enamorados; pero, como quiera que antes de volver grupas sant Jordi obsequiase a la regia doncella con la rosa que más refulgía bajo el sol su bermellona hermosura, hoy, día de este santo patrón, los catalanes acostumbramos a regalar una rosa a la mujer que amamos.

La segunda explicación atañe al libro y, aunque no legendaria sino real, contiene algún engaño. El Día Internacional del Libro debe su fecha conmemorativa a la casualidad de que quienes han llegado a ser los escritores más universales, Miguel de Cervantes y William Shakespeare, falleciesen un 23 de abril de 1616 —casualmente, el dramaturgo inglés parece haber nacido también un 23 de abril, cincuenta y dos años antes—. Sin embargo, cabe saber que tal fecha señala días en realidad distintos. Efectivamente, en aquel año de 1616 regían en España e Inglaterra calendarios distintos. Mientras que aquí se había adoptado en 1582 el calendario gregoriano, acullá continuó en vigor el juliano hasta 1756. Si consideramos que el desfase temporal que el nuevo calendario intentaba enmendar era de diez días, ha de concluirse que el autor de Hamlet falleció, según fecha gregoriana, el 3 de mayo. Pero poco importa esto; después de todo, en rigor, Cervantes tampoco murió aquel 23 de abril de 1616, sino que tal fue el día de su entierro; en realidad, había fallecido el día anterior. Y no hablemos ya de la hipótesis cada vez más ampliamente aceptada acerca de que William Shakespeare no fue más que un simple hombre de paja a quien no debemos ni una sola página de magistral dramaturgia.

En fin, razones imperfectas para un día perfecto.

Us desitjo a tots una feliç diada.
Adenda: Como suelen decir los italianos, se non è vero, è ben trovato; pero, por si alguien necesita apoyar la celebración en efemérides más precisas, el Inca Garcilaso de la Vega murió ese mismo 23 de abril de 1616. Y, solo durante el siglo XX y dentro del ámbito de las letras hispánicas, fallecieron también un 23 de abril Eugenio Noel, Edgar Neville, Alejo Carpentier y Josep Pla


Nota: Entrada publicada originalmente en en algún que otro 23 de abril, a contraluz. O sea, mutatis mutandis, un refrito.

lunes, 22 de abril de 2013

De Pepes o La putada del imputado

Jesús, trabajando como un pepe.
Pese a lo que el ministro Gallardón pueda pensar, la putada del imputado no es otra que serlo y, por serlo, ser noticia. La palabra con que la actualidad lo nombre no tiene culpa ninguna.

Cierto, la fonética de la voz imputado puede inducirnos a error respecto de su prístino origen y de cuál es la familia léxica a la que pertenece. Dejemos claro, pues, desde ya, que imputado nada tiene que ver con puta, palabra que procede del latín putta 'muchacha'. En cambio, el étimo latino en que se origina el verbo imputar, del cual imputado es forma no personal de participio, resulta ser putare, cuyo significado primordial es 'pensar', aunque posee otras acepciones como 'contar' o 'podar'. Y en cuanto a la familia léxica se refiere, no hay disputa alguna respecto a que sea familia de buena reputación.

Por otro lado, el hecho de que el término imputado no pueda calificarse de cacofónico u horrísono sin que, necesariamente, se lo relacione con el mundo del sexo mediante pago, nos obligará a ser blasfemos en cuanto, dentro de la familia léxica, demos con el adjetivo putativo. Recuérdese que putativo, por excelencia, es san José, puesto que, no siendo padre de Jesucristo, es reconocido como tal. La Iglesia se ha encargado bien de ello durante siglos y, en los devocionarios y misales de la liturgia latina, los feligreses de todas las parroquias no podían leer una sola referencia a «Sanctus Iosephus» sin que figurase al lado, a modo de ineludible epíteto, la expresión «Pater Putativus Christi». Por cierto —ya que aquí hemos llegado—, dada la frecuencia con que aparecía la expresión, lo corriente era encontrarla abreviada en «P. P. Christi» y, de este hecho, surge la explicación de que los Josés se llamen Pepes. No obstante, se trata de un argumento espurio, pues el origen del hipocorístico Pepe es mucho más prosaico: se trata, sencillamente, de una forma reducida de Jusepe —versión antigua de José—, tal como sucede con el catalán Pep respecto de Josep o con el italiano Beppe respecto de Giuseppe.

En fin, yo extraigo de todo esto un par de conclusiones. La primera es que menos mal que las siglas  y las abreviaturas difieren, aunque solo sea en un punto —literalmente, colocado junto a cada letra formante—; si no, aún tendríamos que oír que san José era pepero. La segunda conclusión es que, si imputado, según el DRAE, se aplica en derecho a la persona «contra quien se dirige un proceso penal», y encausado, a la «persona sometida a un procedimiento penal», el matiz distintivo no existe, por lo que vuelvo al principio: la putada del imputado no es otra que serlo. 

sábado, 20 de abril de 2013

La letrina eufemística


El ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, defiende la idea de que la palabra imputado conlleva un «prejuicio de condena mediática» y ha anunciado que este próximo lunes se darán a conocer las propuestas en las que, para evitar esta situación, ha estado trabajando una comisión de expertos encargada por el Gobierno. «Hay muchos modelos, desde la figura de encausado hasta la de testigo asistido», ha avanzado el ministro.

No sé en qué consistirá el grueso de la pretendida reforma judicial, pero me da que, en lo que a la semántica atañe, Gallardón trata únicamente de maquillar la realidad política a golpe dictatorial de eufemismo, por una razón evidente: la honradez política —menudo oxímoron— se halla bajo mínimos; y ello, justo ahora que el PP está en el poder. ¡Vaya, por Dios! Gallardón no trata de proteger lingüísticamente a los imputados, sino a sus imputados, los peperos —y, de paso, quizás también a los de la Casa Real—. Es, pues, un nada gallardo galardón de Gallardón para posibles mangantes azules, ya sea por razón de sangre o de color ideológico. Por suerte, la gente no es imbécil —aunque, en su fuero interno, él piense seguramente que sí—; y adivina que, enseguida, la connotación peyorativa pasará del imputado al encausado o al testigo asistido, como quiera que finalmente pase a denominársele. Es un proceso semántico no sólo lógico sino inexorable, si se piensa que la carga negativa pertenece a la realidad, desde donde, eso sí, se contamina la voz con que nos referimos a ella.

Pensemos, por ejemplo, en las pretéritas gentes latinas que, apretadas de la perentoria necesidad de evacuar el vientre, dirigían sus diligentes pasos a descansar sus romanas nalgas en los orificios de una latrīna, en muchos casos, pública y comunal. Desconozco si las gentes del imperio tenían otra forma de llamar a estos lugares propicios a la evacuación intestinal, como acaso los llame Gallardón. Es posible, incluso, que la voz latrīna no llegase a sentirse como vergonzoso tabú, dado que el sistema de canalización e higiene usado por los romanos era tal que cabía la posibilidad de sentir todo el orgullo de la civilización al sentarse a cagar.

En el siglo xv, sin embargo, el agua corriente ya no corría y las letrinas eran, simplemente, insanos y hediondos pozos ciegos. Imagino al castellano de entonces habiéndose de disculpar frecuentemente durante cualquier conversación diciendo: «Perdón. He de ir un momento a la letrina. Vuelvo enseguida». Al sentarse uno sobre semejantes fuentes de infección, el orgullo de la civilización daría paso inevitablemente a la vergüenza de la inmundicia y, al cabo, ya casi nadie se excusaría ante nadie aduciendo la necesidad de ausentarse un momento para ir a las letrinas; no, al menos, haciendo uso de esa palabra. Efectivamente, letrina, pese a ser la misma que aquella otra latrīna y pese a haber nacido, por tanto, del latín lavātrīna —que alude literalmente al acto de lavarse—, debido a la maloliente fealdad de la realidad referida, no tardó en dejar de ser eufemismo. Se trata, como indicaba más arriba, de un proceso lingüístico nada extraño. Es la obligada alternancia entre  eludir y aludir: para referirnos a una realidad, eludimos un tabú aludiéndola con un eufemismo, un eufemismo que, por íntimo contacto semiótico con el referente, acabará desgastándose y sintiéndose como un tabú, el cual se hará necesario eludir aludiendo con un nuevo eufemismo, etc.

Fue así como el idioma inició su peregrinaje terminológico a través de las distintas voces con las que se ha ido aludiendo a lo que hoy, de vuelta a los orígenes de la lavātrīna, llamamos consuetudinariamente  lavabo. En el camino, usuales aún, pero claramente desgastadas han ido quedando palabras que advinieron como eufemismos pero que ya no lo son.

Retrete, por ejemplo, es voz prestada por el catalán al castellano que originariamente significaba 'retirado' o 'retraído'. Ciertamente, el habitáculo donde llevar a cabo nuestras mingitorias o fecales necesidades es lugar  en que retraerse, en que aislarse de los demás, una vez olvidado, como decía antes, aquel orgullo romano por su ingeniosa ingeniería comunal. En contra, recuperadas las aguas con el moderno sistema W. C. —de donde extrajimos nuestra voz váter, ya gastada del todo también como eufemismo—, el sentido de 'retirado' no deja de ser pertinente, pues el habitáculo ya no se halla alejado, fuera de las cuatro paredes de nuestras casas, sino que lo hemos incorporado a ellas como una estancia más —o dos o tres..., dependiendo de los posibles y del ánimo de ostentación de cada cual—.

Otro ejemplo, semejante al de retrete, lo tenemos en la palabra escusado —que no excusado, pues no proviene de excusa, sino de escusa 'escondida'—. Es de suponer que el sentido eufemístico con que se incorporó al idioma lo toma precisamente del hecho de que nos retraemos de los demás, de que nos escondemos de ellos. Pero, por mucho que nos escondamos, la escatológica esencia de los hechos y del lugar de los hechos acaba siempre por imponerse y deslucir cualquier intento de asepsia eufemística. Dicho, en plata: estamos hablando, literalmente, de un tema y un lugar de mierda.

¡Vaya!, he empezado hablando del ministro de Justicia y de la corrupción política y he acabado hablando mucho de..., en fin, de materia excrementicia. ¿Alguien más ve en ello dos temas consecutivos no solo temporal sino también lógicamente?

martes, 16 de abril de 2013

domingo, 14 de abril de 2013

Res publĭca

La madrugada del martes 14 de abril de 1931, a las 6.30 h, el ayuntamiento de Éibar alzó la bandera tricolor.

Ochenta y dos años han ido sucediéndose lentamente, uno tras otro, desde entonces. Algunos demasiado lentamente: tres fueron de cruenta guerra y cuarenta, de dictadura represiva y privación de libertades. Los más recientes dejan caer sus días sobre nosotros como torturadoras gotas chinas —malayas, dirían muchos, erróneamente— de crisis económica y corrupción política —¿o es lo mismo?—. En fin, lo que nunca dejará de sorprenderme es que ochenta y dos años después, siga habiendo un Borbón con corona ceñida a su regio cráneo. Ello ha hecho bueno el cínico apotegma lampedusiano de "Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie".

Uno de los principales motivos por los que advino la II República Española fue la deslegitimación de la monarquía borbónica, al haber permitido Alfonso XIII los siete años de la dictadura de Primo de Rivera. La coronación de Juan Carlos I cierra el círculo al haber sido permitido él por el dictador Francisco Franco. Hay quien objetará que este rey salió de las urnas; pero, en 1978, España transitó de la dictadura a la democracia con un 88,54 % de papeletas como la siguiente:
¿Realmente estaban eligiendo los ciudadanos una monarquía frente a una república? No. Su voto apostaba más bien por una anhelada democracia frente a una dictadura odiada. Sucede que, al hacerlo, en el paquete venía incluido el art.º 1.3: "La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria".

Por otro lado, yo no estaba allí —al menos, no con la edad suficiente para votar—, por lo que yo no elegí rey. Quisiera, pues, poder renunciar a él. Y ahí es donde radica el problema: a un monarca no se le refrenda cada equis tiempo; hay que aguantarlo hasta que le dé la real gana, momento en que abdicará en favor de su hijo, al que, a su vez, habremos de aguantar hasta que... ¡Manda uebos! Se nos llena la boca cuando decimos que somos demócratas, tendemos a votarlo absolutamente todo, entre amigos, en el trabajo..., y aun en familia para decidir la cena del sábado: ¿Pizza o hamburguesa? Que levanten la mano los que... Y, en cambio, no podemos decidir si queremos que el mandamás del Estado lleve corona o simple sombrero —si se tercia llevarlo—.

El vicesecretario general del PP, Javier Arenas, ha declarado hoy que “Es de miserables no ver el papel clave de la monarquía”. Si lo dice, por el papel integrador durante la Transición..., ¡psé! Si lo dice por el papel antigolpista en el 82..., hay quienes ni siquiera lo ven claro. De todas formas, aunque concediésemos sendos síes aquiescentes a ambos papeles, de ahí a hablar de una "hoja de servicios impecable" del rey...  ¡Si palacio es una olla de grillos! Veamos: nietos menores manejando ilegalmente armas, yernos exdeportistas manejando corruptamente dineros públicos, infantas pretendidamente pusilánimes desconociendo enriquecimientos ilícitos, papás difuntos dejando herencias en paraísos fiscales..., cazas de elefantes, cazas de rubias, caídas tontas, operaciones en clínicas privadas, más caídas tontas y más operaciones... A continuación voy a ofrecer unos datos obtenidos de una fuente de información que acaso deja mucho que desear, pero que es suficiente para que nos hagamos una graciosa idea acerca de qué es lo que me tengo que tragar porque no me dejan ser republicano. Entre las listas que confecciona la web 20 minutos, se halla la de Los peores escándalos de las familias de la realeza. Pues bien, en el puesto número uno del ranking, se halla, como no podía ser de otra manera, Iñaqui Urdangarín —o Urmangarín, Urdanguarrín, Urdancaín, (H)Urtadinerín..., como va llamándole la invectiva popular—. La segunda y sexta posiciones no son para otro que para el ínclito Juancar: una, por ciertos asuntos paquidermos, a pesar de haberlo sentido mucho, de haber reconocido que se había equivocado y de haber asegurado que no volvería a ocurrir; otra, por su irrefrenable donjuanismo, el cual ha ido a dar en lo que ya se conoce como La soledad de la reina. El octavo lugar lo ocupa Felipe Juan Froilán, por su accidentado disparo. El décimo, la cuñada suicida del príncipe. El decimoquinto, la princesa Letizia y su acaso anorexia.

En fin, impecable, como dice el pepero. Y eso que nada se dice de los mil ochocientos millones de euros en que se calcula la fortuna de Juan Carlos, según publicaban el año pasado varios medios: Forbes, The New York Times... ¿Estaría incluida ya la herencia suiza en esa millonada?

(Perdóneseme; es deformación profesional: ¡tres faltas de ortografía en la papeleta del "sí"!)

sábado, 6 de abril de 2013

La república estrellada



Pablo Sebastián, presidente y fundador del diario de Internet Republica.com, escribe en sus páginas acerca de "La insistencia [del PSC] de defender en España y para Cataluña la autodeterminación" y opina que ello —¡oh, sorpresa entre sorpresas!— "Abre la puerta a la independencia"; no contento con el calado de su perogrullada, añade además que ello "Conculca la legalidad española (e internacional, salvo en el caso de las colonias)". Supongo que Pablo Sebastián, presidente y fundador del diario de Internet Republica.com, debe pensar que el proceso para cambiar una España borbónica por otra republicana no conculca ley ni principio ninguno porque acaso sí se contempla en la Constitución. Claro que podrá pensar en ello cuando no tenga el pensamiento ocupado en la de tanques que la comunidad internacional enviará a Escocia o al Quebec para reventar sus respectivas urnas secesionistas (o no) no coloniales.