sábado, 20 de abril de 2013

La letrina eufemística


El ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, defiende la idea de que la palabra imputado conlleva un «prejuicio de condena mediática» y ha anunciado que este próximo lunes se darán a conocer las propuestas en las que, para evitar esta situación, ha estado trabajando una comisión de expertos encargada por el Gobierno. «Hay muchos modelos, desde la figura de encausado hasta la de testigo asistido», ha avanzado el ministro.

No sé en qué consistirá el grueso de la pretendida reforma judicial, pero me da que, en lo que a la semántica atañe, Gallardón trata únicamente de maquillar la realidad política a golpe dictatorial de eufemismo, por una razón evidente: la honradez política —menudo oxímoron— se halla bajo mínimos; y ello, justo ahora que el PP está en el poder. ¡Vaya, por Dios! Gallardón no trata de proteger lingüísticamente a los imputados, sino a sus imputados, los peperos —y, de paso, quizás también a los de la Casa Real—. Es, pues, un nada gallardo galardón de Gallardón para posibles mangantes azules, ya sea por razón de sangre o de color ideológico. Por suerte, la gente no es imbécil —aunque, en su fuero interno, él piense seguramente que sí—; y adivina que, enseguida, la connotación peyorativa pasará del imputado al encausado o al testigo asistido, como quiera que finalmente pase a denominársele. Es un proceso semántico no sólo lógico sino inexorable, si se piensa que la carga negativa pertenece a la realidad, desde donde, eso sí, se contamina la voz con que nos referimos a ella.

Pensemos, por ejemplo, en las pretéritas gentes latinas que, apretadas de la perentoria necesidad de evacuar el vientre, dirigían sus diligentes pasos a descansar sus romanas nalgas en los orificios de una latrīna, en muchos casos, pública y comunal. Desconozco si las gentes del imperio tenían otra forma de llamar a estos lugares propicios a la evacuación intestinal, como acaso los llame Gallardón. Es posible, incluso, que la voz latrīna no llegase a sentirse como vergonzoso tabú, dado que el sistema de canalización e higiene usado por los romanos era tal que cabía la posibilidad de sentir todo el orgullo de la civilización al sentarse a cagar.

En el siglo xv, sin embargo, el agua corriente ya no corría y las letrinas eran, simplemente, insanos y hediondos pozos ciegos. Imagino al castellano de entonces habiéndose de disculpar frecuentemente durante cualquier conversación diciendo: «Perdón. He de ir un momento a la letrina. Vuelvo enseguida». Al sentarse uno sobre semejantes fuentes de infección, el orgullo de la civilización daría paso inevitablemente a la vergüenza de la inmundicia y, al cabo, ya casi nadie se excusaría ante nadie aduciendo la necesidad de ausentarse un momento para ir a las letrinas; no, al menos, haciendo uso de esa palabra. Efectivamente, letrina, pese a ser la misma que aquella otra latrīna y pese a haber nacido, por tanto, del latín lavātrīna —que alude literalmente al acto de lavarse—, debido a la maloliente fealdad de la realidad referida, no tardó en dejar de ser eufemismo. Se trata, como indicaba más arriba, de un proceso lingüístico nada extraño. Es la obligada alternancia entre  eludir y aludir: para referirnos a una realidad, eludimos un tabú aludiéndola con un eufemismo, un eufemismo que, por íntimo contacto semiótico con el referente, acabará desgastándose y sintiéndose como un tabú, el cual se hará necesario eludir aludiendo con un nuevo eufemismo, etc.

Fue así como el idioma inició su peregrinaje terminológico a través de las distintas voces con las que se ha ido aludiendo a lo que hoy, de vuelta a los orígenes de la lavātrīna, llamamos consuetudinariamente  lavabo. En el camino, usuales aún, pero claramente desgastadas han ido quedando palabras que advinieron como eufemismos pero que ya no lo son.

Retrete, por ejemplo, es voz prestada por el catalán al castellano que originariamente significaba 'retirado' o 'retraído'. Ciertamente, el habitáculo donde llevar a cabo nuestras mingitorias o fecales necesidades es lugar  en que retraerse, en que aislarse de los demás, una vez olvidado, como decía antes, aquel orgullo romano por su ingeniosa ingeniería comunal. En contra, recuperadas las aguas con el moderno sistema W. C. —de donde extrajimos nuestra voz váter, ya gastada del todo también como eufemismo—, el sentido de 'retirado' no deja de ser pertinente, pues el habitáculo ya no se halla alejado, fuera de las cuatro paredes de nuestras casas, sino que lo hemos incorporado a ellas como una estancia más —o dos o tres..., dependiendo de los posibles y del ánimo de ostentación de cada cual—.

Otro ejemplo, semejante al de retrete, lo tenemos en la palabra escusado —que no excusado, pues no proviene de excusa, sino de escusa 'escondida'—. Es de suponer que el sentido eufemístico con que se incorporó al idioma lo toma precisamente del hecho de que nos retraemos de los demás, de que nos escondemos de ellos. Pero, por mucho que nos escondamos, la escatológica esencia de los hechos y del lugar de los hechos acaba siempre por imponerse y deslucir cualquier intento de asepsia eufemística. Dicho, en plata: estamos hablando, literalmente, de un tema y un lugar de mierda.

¡Vaya!, he empezado hablando del ministro de Justicia y de la corrupción política y he acabado hablando mucho de..., en fin, de materia excrementicia. ¿Alguien más ve en ello dos temas consecutivos no solo temporal sino también lógicamente?

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