jueves, 23 de mayo de 2013

Autoestima

Dibujo incluido en el cartel publicitario de la
IV Carrera popular de las tres culturas (Ávila)
El otro día, en una de las clases sobre teatro barroco que impartía a mis alumnos, el discurso se me fue yendo de la honra al honor y de ahí al orgullo. Y con ello, de la explicación docente, pasamos a lo que casi podríamos definir como tertulia.

Empezamos poniendo de manifiesto el hecho de que la honra, en términos de la España lopesca o calderoniana, nos queda ya muy lejana. Por un lado, conceptos como el de la limpieza de sangre o el de la castellanía vieja están obsoletos, pese a que en nuestra sociedad sigan vigentes, mutatis mutandis, el racismo y la discriminación cultural. Por otro lado, tras la liberación de la mujer y el relajo general de la contemporaneidad en nuestros comportamientos sexuales, las mancillas no son pan nuestro de cada día y la honra sin tacha preocupa poco o nada, en cualquier caso, mucho menos.

Como quiera que lo que puede suceder simplemente sea que, a la palabra honra, acaso el tiempo la haya barnizado con su indefinible pátina, conviene acudir al diccionario, donde la honra se define como 'estima y respeto de la dignidad propia'. El honor, en cambio, supone una cualidad moral que mucho tiene que ver con el cumplimiento de los deberes que uno mismo se impone. Es decir, la honra viaja con nosotros; el honor lo trabajamos. De ahí que tengamos, a mucha honra, demostrar ser dignos de algo haciendo honor a ello o que manifestemos aprecio o mostremos atención haciendo los honores. Damos nuestra palabra de honor, firmamos en el libro de honor, nos licenciamos con matrícula de honor, nos casamos acompañados de damas de honor y recibimos salvas de la guardia de honor —afortunadamente, ya no nos batimos en el campo de honor—.

En fin, al final de la clase, la conclusión de tanta disertación fuimos a encontrarla sobre la base de que todo en esta vida es cuestión de grados, de que nada es blanco o negro, sino perla o marengo. Porque ¿cuál es la diferencia significativa que nos permite distinguir el valor positivo de la autoestima —evítese decir siempre propia autoestima, por ser viciada expresión redundante— del valor negativo del orgullo, próximo al pecado de la vanidad y definido como exceso de estimación propia? Vuelvo: cuestión de grados. El límite inicial del exceso es el que marca la inflexión. Sin autoestima no somos sino peleles y pasto de depresiones. Con demasiada, nos endiosamos. Y el ser humano es un complejo taxón entre los muñecos de trapo y los dioses.

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