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jueves, 31 de diciembre de 2020

¡Calla, charnego!

Hoy cierto amigo mío, de esos amigos de verdad, que no cabe dudar que lo son porque han estado ahí durante cuarenta años, ha tirado de ironía al wasapearme: «¡Calla, charnego!». Por supuesto, el contexto daba para entender sobradamente que no existía ánimo de ofensa ninguno, ni en su emisión ni, claro está, en su recepción. No obstante, el apelativo en cuestión, sin contexto que lo atenúe, posee un claro sentido peyorativo, tanto en castellano como en catalán (“xarnego”), y las definiciones en los respectivos lexicones de referencia así lo explicitan. Con todo, tales definiciones no son coincidentes entre sí al cien por cien.

El DLE define el término como «Inmigrante en Cataluña procedente de una región española de habla no catalana», significado próximo, aunque no idéntico al de la segunda acepción del DIEC2: «Immigrant castellanoparlant resident a Catalunya». La diferencia, sutil, podría parafrasearse así: el inmigrante referido por el DLE puede ser un hablante tanto castellano como gallego o vasco, pero que, en cualquier caso, puede ser además catalanohablante; sin embargo, el DIEC2 reduce la realidad de dicho inmigrante exclusivamente a la de aquel que se expresa en castellano. Eso sí, el diccionario del Institut d'Estudis Catalans añade una segunda acepción (primera, en realidad), también de sentido despectivo, que nos da cuenta del charnego como hijo de una persona catalana y de otra no catalana, especialmente francesa. Me da, sin embargo, que este último matiz, el de la progenie gabacha (así dicho, puestos a usar términos de naturaleza despectiva), ha cedido terreno frente a la del resto de la península.

Con todo, he de confesar que, desde que leí por primera vez Últimas tardes con Teresa, y pese al sentido despectivo que el adjetivo “charnego” posee, albergo cierta simpatía hacia esta voz: cuestión de amor literario más que lingüístico. En la novela, el adjetivo aparece una sola vez como voz castellana y es el propio protagonista, Pijoaparte, quien se lo dice a sí mismo: «Baja, charnego, aquí conviene detenerse, se dijo él». En cambio, como voz catalana, aparece hasta en seis ocasiones. Pero tanto en aquella como en estas, el sentido inequívoco del término es el de la delimitación o, por mejor decir, el de la limitación social. No en vano el autor de la novela, Juan Marsé, reconocía hace unos años que su protagonista charnego, de haberse escrito la novela en el siglo XXI, hubiese sido un inmigrante magrebí. De hecho, la primera vez que aparece "xarnego" en la obra, muy al principio de la misma, se acompaña, mediante sinonimia, del gentilicio "murciano", hecho que el narrador aprovecha precisamente para destacar el uso de ambas voces como marcadores de estatus social: «Él no ignoraba que su físico delataba su origen andaluz —un xarnego, un murciano (murciano como denominación gremial, no geográfica: otra rareza de los catalanes), un hijo de la remota y misteriosa Murcia...».

Por último, quisiera destacar el curioso recorrido etimológico en forma de vaivén que ha sido necesario hasta que el adjetivo “charnego” se asentó en nuestro idioma. Como quizá se sepa o se intuya por lo expuesto anteriormente, “charnego” es un calco por adaptación de su equivalente catalán “xarnego”. Lo que acaso ya no sea tan conocido es que la voz catalana es, a su vez, un préstamo del castellano, en concreto, del adjetivo “lucharniego”, que, debido a un proceso de elipsis, se sustantiviza y pasa a denominar el “perro lucharniego”, can adiestrado para la caza nocturna. Y es esta presencia de la noche en el significado la que nos puede dar la pista sobre cuál es el término a partir del cual se ha creado el adjetivo relacional aplicado al perro: "nocharniego" ('que anda de noche').

No puedo por menos que concluir recordando cómo, en los primeros renglones de Últimas tardes con Teresa, Pijoaparte surge de las sombras de su barrio la noche del 23 de junio de 1956, y cómo trata de dar caza a Teresa para intentar escapar de su condición de charnego. Ese inicio de novela ambientado en la verbena de San Juan hace del personaje un nocharniego y, en sentido figurado, un lucharniego.

martes, 3 de noviembre de 2020

Apunte etimológico y lexicográfico en torno al sándwich

Aprovechando que hoy se conmemora oficiosamente el Día Mundial del Sándwich, saquemos a colación alguna curiosidad acerca de la palabra que le da nombre.

La primera es relativa al nombre que recibe este tipo de bocadillo. En su forma actual, sándwich, es un calco por adaptación del inglés sandwich, sustantivo que los ingleses toman, como el mismo DLE nos refiere en su entrada correspondiente, del nobiliario título de John Montagu, quien fuese conde de Sandwich durante gran parte del siglo XVIII. Al parecer, la suerte del epónimo se debe al hecho de que el tal conde, jugador de cartas empedernido, no era amigo de perder tiempo de juego durante una buena partida para dedicarlo a pausas gastronómicas en las que saciar el apetito, de modo que se hacía traer a la mesa de juego unas rebanadas de pan entre las cuales habían sido colocadas unas tajadas de carne. Aunque parece ser que el invento no se le puede atribuir a él, lo cierto es que, al poco, el asunto había creado escuela, y preparar comida al modo del conde de Sandwich se acabó convirtiendo en una costumbre.

El primer diccionario de referencia en nuestro idioma que incluye una entrada para esta palabra es el Diccionario enciclopédico de la lengua castellana, publicado en 1895 por el canario Elías Zerolo, el granadino Miguel de Toro y Gómez y el colombiano Emiliano Isaza. La definición que figuraba era la siguiente: «Palabra ingl. que significa pastel, y se compone de una delgada lonja de carne fiambre, colocada entre dos rebanadas de pan. En castellano se llama emparedado». Por su parte, la RAE no la recoge hasta la edición en 1927 de su Diccionario manual e ilustrado de la lengua española, donde figura sin tilde y señalada mediante asterisco como xenismo: «(Voz inglesa; pronúnciase sángüich.) m. Emparedado, bocadillo, lonja de jamón o de fiambr[e] entre dos pedacitos de pan». El calco por adaptación no fue recogido por la academia hasta la edición del diccionario de 1989.

Como bien se observa, de una u otra forma, ambas obras lexicográficas destacan, en sus respectivas entradas, la preferencia por el sustantivo emparedado. En ese sentido, recuerdo que, durante los tiempos mozos de mi educación secundaria, los profesores acostumbraban a aleccionarnos con la monserga de que debíamos llamar al sándwich emparedado, por ser esta una palabra nacida del patrio genio idiomático. A ello, ha de añadirse el hecho de que las traducciones televisivas de aquel entonces parecían preferir también esta voz parasintética surgida de la primitiva pared. Efectivamente, emparedados y no sándwiches era lo que Pilón, el glotón amigo de Popeye, devoraba compulsivamente en cada escena, y emparedados eran también los que el oso Yogui y el bueno de Bubú solían hurtar de sus cestas de merienda a los turistas del parque Jellystone. En cualquier caso, nuestro mundo era decididamente de bocadillos; más concretamente, de bocatas. Y, para cuando el clásico de jamón de York y queso entre calientes rebanadas de pan de molde planchado quiso conquistar los estómagos de nuestra generación durante las noches de cena ligera, ya todos lo llamamos bikini (o mixto, más allá del Ebro).

Por cierto, el nombre bikini, aplicado a este sándwich, no se debe a ningún tipo de analogía con el bañador de dos piezas femenino: nada tiene que ver que incorpore dos ingredientes como relleno; nada, que se componga de una rebanada de pan de molde superior y otra inferior; nada, que suela servirse cortado en forma triangular... Se denomina bikini porque Bikini era el nombre de la famosa sala de baile barcelonesa donde se servía como bocadillo de la casa.

Con un epónimo, comenzábamos esta entrada, y, con un epónimo, la concluimos aquí. Porque la del bikini es ya otra historia.

jueves, 20 de marzo de 2014

Primavera

Floración del cerezo en el Jerte (IV) ©, por Jnj

(17.57 h)

"La primavera ha venido,
nadie sabe cómo ha sido".
   Antonio Machado    

Para nuestros papis culturales, los romanos, solo había dos tiempos en los que dividir el año, esto es, dos estaciones: una, muy prolongada; y la otra, breve. La primera debía su mayor extensión a que estaba compuesta por la suma de lo que hoy llamamos primavera, verano y otoño, mientras que la más breve correspondía al invierno, entonces llamado hibernum tempus, propiamente, 'tiempo hibernal'. Ver / veris, a su vez, era la palabra con que se aludía a esa otra estación mucho más prolongada, y su significado, propiamente, era el de 'primavera'; aunque como veremos enseguida, andado el tiempo, dio lugar a nuestra voz verano. No obstante, en determinado momento, antes de que el latín se vistiese definitivamente de castellano  —y de catalán y de francés...—, el comienzo de esta larga estación se llamó primo vere ‘primer verano’, y, más tarde, prima vera, de donde, finalmente, brotó nuestra primavera. Fue por entonces también que la época más calurosa, por oposición al hibernum tempus, tomó el nombre de veranum tempus, literalmente, ‘tiempo primaveral’, aunque de ahí, mediante elipsis del término contiguo, nace nuestro verano, como de la otra, por idéntica causa lingüística, surge invierno.

Con todo, a pesar de este desmembramiento, la estación cálida todavía era más prolongada, hasta que, en cierto momento, su período final, correspondiente al tiempo de las cosechas, fue llamado autumnus, voz derivada de auctus ‘aumento’, ‘crecimiento’, ‘incremento’, que procedía, a su vez, de augere ‘acrecentar, robustecer’. El vocablo latino autumnus es el que se aclimató en nuestra lengua como otoño.

De toda esta intrincada nomenclatura estacional —que lo fue más hasta el siglo XVI, pues vino a colarse, en el intervalo entre primavera y verano, el estío—, quedan vestigios en nuestra lengua: verbigracia, el adjetivo vernal, el cual se aplica con igual rigor al solsticio, para señalar 'verano', que al equinoccio, para señalar 'primavera'.

Por cierto, ya que en estas de la etimología andamos: qué descriptiva voz esa con que adviene la primavera: equinoccio, donde equi- 'igual' y noccio 'noche', pues, por hallarse el Sol sobre el ecuador, la noche dura igual que el día.

Feliz primavera a todos.

viernes, 17 de enero de 2014

Cuestión de orden

   He añadido al dibujo, hallado en la red, los puntos y las letras voladas con que han de
   representarse correctamente las abreviaturas de ordinales. Sin embargo, no he
   querido alterar la ubicación de losnúmeros en el podio, a pesar de que creo estar
   convencido de que 2.º y 3.º equivocan su lado.
Hoy, en clase de ESO, tocaban los numerales ordinales.

—¿Hasta cuál, profe?
—Hasta el infinito y más allá.

Algunos han captado el guiño cinematográfico. Los más no estaban para muchas hostias ante lo que consideraban que amenazaba con ser un martirio.

—¿Quién verbaliza esta cifra: 7.777.º?
—¡Se nota cuál es tu número prefe, profe!
—Fulanito, es usted un portento de retórica: ¡Qué ocurrente y apocopada paranomasia!

En fin, ha habido quien, efectivamente, ha acertado con el sietemilésimo septingentésimo septuagésimo séptimo. Pero, gimnasia cerebral aparte, poco importa que lo hayan sabido, pues ninguno de ellos volverá a usarlo jamás. Sí, en cambio, es de prever que, antes o después, precisarán de otros numerales que ordenan menores cuantías: el 11.º y el 12.º, por ejemplo. Anotados en la pizarra, así como aquí figuran, en cifras, he pedido a la clase que los leyese, que los descifrase. Casi todos ellos han contestado de igual manera: «decimoprimero» y «decimosegundo». He procurado estar atento a la respuesta múltiple y creo que nadie ha respondido ni «décimo primero» ni «décimo segundo», pronunciando separados los formantes —lo cual también habría sido correcto—. Sí, en cambio, ha habido quien ha contestado «undécimo» y «duodécimo», ambas, formas etimológicas y preferidas por el uso culto.

Ha sido entonces cuando, de forma fingida y afectada, me he puesto melodramático y les he implorado a todos que optasen, en adelante, por estas y no por otras formas, a fin de salvarlas de una muerte segura, la cual habrá de acontecer en apenas cincuenta o sesenta años. Temo, sin embargo, no haber despertado suficientemente su heroísmo lingüístico.

Con todo, me daré por satisfecho si, a cambio, logran entre todos fortalecer al esmirriado de los ordinales: el nono, hermano paupérrimo del noveno. Al principio, cuando les advertía acerca de la singularidad de la forma noveno, les costaba creerme. Hasta que les he explicado que, análogamente a las formas ordinales del catalán —cinquè, dotzè...—, en castellano, existieron las formas cinqueno, doceno..., frecuentes en el habla medieval y, de las cuales, hoy solo nos resta este noveno, causante del estertor moribundo de nono, que, a su vez, ha habido de conformarse con una suerte de supervivencia lexemática: nonagésimo, noningentésimo, nonagenario.

En fin, en rigor y como curiosidad etimológica, cabe señalar que, en el español actual, existe otro testimonio de la pervivencia de los antiguos ordinales. El correspondiente al cardinal doce no solo fue la forma doceno, sino también duodeno, de donde toma su nombre la primera porción de nuestro intestino delgado, por medir unos doce dedos de largo.

martes, 7 de enero de 2014

NOOSomos iguales

Ayer, consuetudinariamente, recibí vía c. e. la palabra del día de Ricardo Soca. El don de la oportunidad acertó a que esta fuese el sustantivo rey.

La entrega, también como de costumbre, informaba sobre todo de la etimología de esta palabra, cuya raíz indoeuropea reg- hace referencia «a la idea de moverse en línea recta y, metafóricamente, tener comportamiento correcto, cumplir las reglas». No en vano, dicha raíz está en el origen de las voces latinas rectus, correctus y regula.

En su último párrafo, el texto nos recordaba que «Los indoeuropeos eran pueblos primitivos, prehistóricos, que se congregaban en grupos dirigidos por un guía o jefe, que les indicaba el camino recto, que más tarde los romanos llamarían rex y que llegaría al castellano como rey».

Veinticuatro horas después todos los rincones informativos de periódicos, radios y webs se llenaban con la noticia de que, por fin y de nuevo, la infanta Cristina ha sido imputada. Y, claro, uno no tarda en recordar que el bueno —es un decir— de Juancar no solo no sigue «camino recto» ninguno, sino que ni siquiera sabe indicarlo pues, por mucha ambientación navideñotelevisiva que envuelva a su retórica oficial mientras perora, ni su propia hija le hace caso. Acaso, sencillamente, porque no haya caso; yo, como muchos otros, pienso que el gran Borbón no es ajeno a nada. Ni en esto, ni en el asunto de la herencia...

Que, demasiado a menudo, los poderosos no solo interpretan las leyes a su conveniencia sino que, además, las acomodan a ella para enseguida quebrantarlas es algo que está fuera de toda duda, cuando menos en esta España de corrupción endémica. «Allá van leyes, do quieren reyes» —nunca mejor dicho—.

sábado, 2 de noviembre de 2013

Desespero


Al menos en un sentido estrictamente etimológico, parece muy poco probable que uno pueda desesperarse, si dispone aún de tiempo por delante.

lunes, 22 de abril de 2013

De Pepes o La putada del imputado

Jesús, trabajando como un pepe.
Pese a lo que el ministro Gallardón pueda pensar, la putada del imputado no es otra que serlo y, por serlo, ser noticia. La palabra con que la actualidad lo nombre no tiene culpa ninguna.

Cierto, la fonética de la voz imputado puede inducirnos a error respecto de su prístino origen y de cuál es la familia léxica a la que pertenece. Dejemos claro, pues, desde ya, que imputado nada tiene que ver con puta, palabra que procede del latín putta 'muchacha'. En cambio, el étimo latino en que se origina el verbo imputar, del cual imputado es forma no personal de participio, resulta ser putare, cuyo significado primordial es 'pensar', aunque posee otras acepciones como 'contar' o 'podar'. Y en cuanto a la familia léxica se refiere, no hay disputa alguna respecto a que sea familia de buena reputación.

Por otro lado, el hecho de que el término imputado no pueda calificarse de cacofónico u horrísono sin que, necesariamente, se lo relacione con el mundo del sexo mediante pago, nos obligará a ser blasfemos en cuanto, dentro de la familia léxica, demos con el adjetivo putativo. Recuérdese que putativo, por excelencia, es san José, puesto que, no siendo padre de Jesucristo, es reconocido como tal. La Iglesia se ha encargado bien de ello durante siglos y, en los devocionarios y misales de la liturgia latina, los feligreses de todas las parroquias no podían leer una sola referencia a «Sanctus Iosephus» sin que figurase al lado, a modo de ineludible epíteto, la expresión «Pater Putativus Christi». Por cierto —ya que aquí hemos llegado—, dada la frecuencia con que aparecía la expresión, lo corriente era encontrarla abreviada en «P. P. Christi» y, de este hecho, surge la explicación de que los Josés se llamen Pepes. No obstante, se trata de un argumento espurio, pues el origen del hipocorístico Pepe es mucho más prosaico: se trata, sencillamente, de una forma reducida de Jusepe —versión antigua de José—, tal como sucede con el catalán Pep respecto de Josep o con el italiano Beppe respecto de Giuseppe.

En fin, yo extraigo de todo esto un par de conclusiones. La primera es que menos mal que las siglas  y las abreviaturas difieren, aunque solo sea en un punto —literalmente, colocado junto a cada letra formante—; si no, aún tendríamos que oír que san José era pepero. La segunda conclusión es que, si imputado, según el DRAE, se aplica en derecho a la persona «contra quien se dirige un proceso penal», y encausado, a la «persona sometida a un procedimiento penal», el matiz distintivo no existe, por lo que vuelvo al principio: la putada del imputado no es otra que serlo. 

sábado, 20 de abril de 2013

La letrina eufemística


El ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, defiende la idea de que la palabra imputado conlleva un «prejuicio de condena mediática» y ha anunciado que este próximo lunes se darán a conocer las propuestas en las que, para evitar esta situación, ha estado trabajando una comisión de expertos encargada por el Gobierno. «Hay muchos modelos, desde la figura de encausado hasta la de testigo asistido», ha avanzado el ministro.

No sé en qué consistirá el grueso de la pretendida reforma judicial, pero me da que, en lo que a la semántica atañe, Gallardón trata únicamente de maquillar la realidad política a golpe dictatorial de eufemismo, por una razón evidente: la honradez política —menudo oxímoron— se halla bajo mínimos; y ello, justo ahora que el PP está en el poder. ¡Vaya, por Dios! Gallardón no trata de proteger lingüísticamente a los imputados, sino a sus imputados, los peperos —y, de paso, quizás también a los de la Casa Real—. Es, pues, un nada gallardo galardón de Gallardón para posibles mangantes azules, ya sea por razón de sangre o de color ideológico. Por suerte, la gente no es imbécil —aunque, en su fuero interno, él piense seguramente que sí—; y adivina que, enseguida, la connotación peyorativa pasará del imputado al encausado o al testigo asistido, como quiera que finalmente pase a denominársele. Es un proceso semántico no sólo lógico sino inexorable, si se piensa que la carga negativa pertenece a la realidad, desde donde, eso sí, se contamina la voz con que nos referimos a ella.

Pensemos, por ejemplo, en las pretéritas gentes latinas que, apretadas de la perentoria necesidad de evacuar el vientre, dirigían sus diligentes pasos a descansar sus romanas nalgas en los orificios de una latrīna, en muchos casos, pública y comunal. Desconozco si las gentes del imperio tenían otra forma de llamar a estos lugares propicios a la evacuación intestinal, como acaso los llame Gallardón. Es posible, incluso, que la voz latrīna no llegase a sentirse como vergonzoso tabú, dado que el sistema de canalización e higiene usado por los romanos era tal que cabía la posibilidad de sentir todo el orgullo de la civilización al sentarse a cagar.

En el siglo xv, sin embargo, el agua corriente ya no corría y las letrinas eran, simplemente, insanos y hediondos pozos ciegos. Imagino al castellano de entonces habiéndose de disculpar frecuentemente durante cualquier conversación diciendo: «Perdón. He de ir un momento a la letrina. Vuelvo enseguida». Al sentarse uno sobre semejantes fuentes de infección, el orgullo de la civilización daría paso inevitablemente a la vergüenza de la inmundicia y, al cabo, ya casi nadie se excusaría ante nadie aduciendo la necesidad de ausentarse un momento para ir a las letrinas; no, al menos, haciendo uso de esa palabra. Efectivamente, letrina, pese a ser la misma que aquella otra latrīna y pese a haber nacido, por tanto, del latín lavātrīna —que alude literalmente al acto de lavarse—, debido a la maloliente fealdad de la realidad referida, no tardó en dejar de ser eufemismo. Se trata, como indicaba más arriba, de un proceso lingüístico nada extraño. Es la obligada alternancia entre  eludir y aludir: para referirnos a una realidad, eludimos un tabú aludiéndola con un eufemismo, un eufemismo que, por íntimo contacto semiótico con el referente, acabará desgastándose y sintiéndose como un tabú, el cual se hará necesario eludir aludiendo con un nuevo eufemismo, etc.

Fue así como el idioma inició su peregrinaje terminológico a través de las distintas voces con las que se ha ido aludiendo a lo que hoy, de vuelta a los orígenes de la lavātrīna, llamamos consuetudinariamente  lavabo. En el camino, usuales aún, pero claramente desgastadas han ido quedando palabras que advinieron como eufemismos pero que ya no lo son.

Retrete, por ejemplo, es voz prestada por el catalán al castellano que originariamente significaba 'retirado' o 'retraído'. Ciertamente, el habitáculo donde llevar a cabo nuestras mingitorias o fecales necesidades es lugar  en que retraerse, en que aislarse de los demás, una vez olvidado, como decía antes, aquel orgullo romano por su ingeniosa ingeniería comunal. En contra, recuperadas las aguas con el moderno sistema W. C. —de donde extrajimos nuestra voz váter, ya gastada del todo también como eufemismo—, el sentido de 'retirado' no deja de ser pertinente, pues el habitáculo ya no se halla alejado, fuera de las cuatro paredes de nuestras casas, sino que lo hemos incorporado a ellas como una estancia más —o dos o tres..., dependiendo de los posibles y del ánimo de ostentación de cada cual—.

Otro ejemplo, semejante al de retrete, lo tenemos en la palabra escusado —que no excusado, pues no proviene de excusa, sino de escusa 'escondida'—. Es de suponer que el sentido eufemístico con que se incorporó al idioma lo toma precisamente del hecho de que nos retraemos de los demás, de que nos escondemos de ellos. Pero, por mucho que nos escondamos, la escatológica esencia de los hechos y del lugar de los hechos acaba siempre por imponerse y deslucir cualquier intento de asepsia eufemística. Dicho, en plata: estamos hablando, literalmente, de un tema y un lugar de mierda.

¡Vaya!, he empezado hablando del ministro de Justicia y de la corrupción política y he acabado hablando mucho de..., en fin, de materia excrementicia. ¿Alguien más ve en ello dos temas consecutivos no solo temporal sino también lógicamente?