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lunes, 4 de diciembre de 2017

Adiós, Paki


Te fuiste sin despedirte. No es un reproche; sé que hubieses querido hacerlo, como sé que, en realidad, lo que hubieses querido es quedarte. Era mucha la vida que aún esperabas y merecías por delante, mucha la que todos esperábamos y merecíamos compartir contigo. Si juntamos nuestros cachitos de dolor, no hay extensión más grande que nuestra herida.

Te fuiste sin despedirte, querida Paki; pero has de saber que somos muchos quienes pudimos ir a despedirte, a decirte un adiós gritado en silencio desde el andén de la vida, en dirección al tren de tu marcha sin retorno. No perdonamos a la muerte enamorada, no perdonamos a la vida desatenta, ni al fuego ni a la nada.

Y volverás a tu conserjería, a nuestras aulas y nuestros departamentos. Ya has empezado a hacerlo. Cada mañana entro en el mío y enchufo el portátil en la base múltiple a la que tú siempre llamabas regleta. ¿Te acuerdas, Paki? Un día te dije: “Necesito que traigas al albañil para que me mueva un enchufe de la pared que queda semioculto tras una estantería. Cosa de poco, apenas unos centímetros”. “¿Cosa de poco?”, me contestaste. Y vi en tu rostro la luz que siempre me indicaba que tú ibas a tener razón y yo no. “Traer al albañil ya es cosa de mucho si con una regleta tienes resuelto el problema”. Y cada mañana, vuelves a mi departamento y yo enchufo mi portátil en tu regleta. Y luego encaro un día por delante para poder echarte de menos en cualquier rincón inesperado.

Paki, tú sabías que eras de las pocas personas que, alguna vez, han leído renglones de carga lírica escritos por mí. Nunca sabré si estos que ahora escribo te hubiesen gustado suficientemente, a pesar de que siento que son, inequívocamente, más tuyos que míos.

Adiós, Paki. Nos vemos en cualquier momento en cualquier rincón insospechado de nuestro instituto.


jueves, 5 de mayo de 2016

En el lado positivo

Tal día como hoy, hace exactamente un año, visité la UAB acompañando a mis alumnos de último año de enseñanza obligatoria y, al transitar entre según qué paredes o sentarme en según qué silla, un escalofrío emocional erizaba mi vello y granulaba mi piel. Después de todo —a pesar de que son innúmeras las realidades que o bien no llegan a cuajar como recuerdo o bien, tras conseguirlo, acaban desapareciendo en la letrina del olvido arrastradas por el paso de los años— la memoria del hombre es una eficaz potencia del alma, capaz de alimentarse de las escasas migajas vivenciales que vamos acumulando.

En cierto momento de la visita, Lucía, una exalumna mía de hace más de un lustro, ahora universitaria de tercer año —espero; entonces lo era de segundo—, se acercó a saludarme, y ese momento de corporeidad me permitió rescatarla de la indefinición de mi memoria. Algunos de mis tutorizados, a quienes acompañaba en aquel instante, asistieron al reencuentro con curiosidad, e, inevitablemente, acabé preguntándome por a cuántos de ellos acabará la vida alejando lo suficiente como para que los engullan el tiempo y el desagradecido olvido. Lo ignoro, claro; aunque, tal como anda de maltrecha mi aristotélica potencia anímica, mucho me temo que hayan de ser demasiados. También ignoro, obviamente, de cuántos acabaré no formando parte en sus memorias. En fin, supongo que lo deseable es que, si en alguna persisto, sea en el lado positivo.